Numerosos sectores ciudadanos, escandalizados por los elevadísimos niveles que alcanzó la corrupción de los últimos años, reclaman con justicia que el castigo a los funcionarios involucrados no se limite a la condena que los magistrados determinen, si ésta alguna vez llega, sino que también los obligue a reintegrar los bienes y caudales malversados o robados.
Difícilmente podría haber serios disensos en esta materia, en la que se busca una acción ejemplificadora que impida que, una vez cumplida la condena, quien ha delinquido goce con toda tranquilidad de los bienes mal habidos.
La discusión, en cambio, puede girar alrededor de los aspectos legales para compatibilizarlos con nuestra legislación. Por ejemplo, la eventual vulneración del derecho a la propiedad, del que nadie puede ser privado en forma arbitraria. La extinción del dominio para que el Estado recupere lo que fue malversado o mal habido se basa en que ese dinero o los bienes que se obtuvieron con fondos ilícitos no son legítimos ni gozan de protección legal. Se trata de un procedimiento especial que es independiente del proceso judicial.
La Constitución nacional de 1853 suprimió la figura de la confiscación de bienes, tan usada por los caudillos provinciales y por Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires para castigar a quienes se animaban a oponerse a sus regímenes. No se trata de sancionar ideas ni tampoco de penalizar gestiones de gobierno, sino de imponer el debido castigo por hechos comprobadamente delictivos cometidos durante el ejercicio de funciones de gobierno.
Durante la gestión de Gustavo Beliz al frente del Ministerio de Justicia y Seguridad se elaboró un programa para destinar los fondos que se recuperaran de la corrupción de los años noventa a planes educativos y de interés social. Resulta vital para estos casos la contratación de abogados de los países en los que los fondos están radicados.
Distintas naciones sortearon exitosamente el desafío. Perú demostró que es definitivamente posible recuperar activos generados por actos de corrupción cuando logró la repatriación de considerables sumas saqueadas por el ex presidente Alberto Fujimori y varios de sus colaboradores. Filipinas rescató también cuantiosos fondos transferidos por el corrupto matrimonio Marcos.
Por desgracia, la experiencia argentina es muy diferente e indica la imperiosa necesidad de contar con instrumentos capaces de revertir el actual estado de cosas y la impunidad resultante.
El principal motivo por el cual es tan escasa la recuperación del dinero de la corrupción se encuentra en la actitud indiferente o francamente cómplice de jueces federales que prolongan durante más de diez años la instrucción de las causas de corrupción flagrante, con largos períodos de inactividad. Debido al paso del tiempo hay causas que prescriben y otras llegan a juicio oral transcurrida más de una década, lapso al que luego hay que sumar varios años más hasta que la Cámara de Casación pueda confirmar las condenas.
Mientras se extienden los procesos en la etapa de instrucción -como el enriquecimiento ilícito prescribe rápidamente, existe una petición pública para que esa figura sea imprescriptible, y puede suscribirse en www.change.org, no es infrecuente que los jueces federales, cuando piden datos sobre cuentas bancarias, cometan groseros errores al librar exhortos a los países donde se encuentra depositado el dinero de la corrupción.
A esta altura ya no cabe sólo considerar esos errores como tales, sino como maniobras claramente dilatorias. Debido a los yerros que algunos jueces federales cometían al librar exhortos a Suiza durante el menemismo, el Poder Judicial de ese país les explicó con claridad el procedimiento que se debía seguir y la necesidad, ineludible, de que el delito imputado por la justicia argentina, además de estar claramente definido, también debía constituir un delito en los códigos suizos. De poco servirá contar con las herramientas adecuadas para recuperar activos generados por la corrupción si la Justicia no pone voluntad, honestidad y celeridad.
Se trata de contar con una férrea voluntad política, con jueces y fiscales dispuestos a cumplir su deber y eficacia para obtener la colaboración de otros Estados. Sólo así los procesos servirán para que los funcionarios públicos comprueben que nunca más podrán enriquecerse sin temer las consecuencias.
Los procesos judiciales por corrupción son excesivamente largos y las condenas de cumplimiento efectivo, que pueden llegar a demorar entre 10 y 20 años, resultan, cuando llegan, por demás livianas. Los ciudadanos terminan convencidos, no sin razón, de la importancia efectiva y ejemplificadora de castigar a los corruptos privándolos del goce de sus mal habidas fortunas.
El vergonzoso saqueo al erario debe ser castigado y los fondos tienen que ser recuperados para paliar ingentes necesidades sociales y contribuir a recomponer el clima moral de la República. La Nación