CCD | Colombia ha vivido tan obsesionada con combatir el cáncer del narcotráfico en los últimos años que no detectó otra enfermedad que se iba extendiendo por metástasis. Un mal también ilegal, con sus grupos armados y su tráfico internacional, pero donde los lingotes sustituyen al polvo blanco. Por primera vez en su historia reciente, la minería ilegal de oro genera más beneficios que el contrabando de narcóticos. Según el último Informe Mundial de Drogas de la ONU, los cárteles colombianos obtienen cada año entre 941 y 1.411 millones de euros por las exportaciones de cocaína y heroína. Sólo la mitad que sus ingresos por el oro ilegal: entre 1.787 y 2.446 millones.
El país estaba avisado. En 2011, las autoridades policiales alertaron de que la mitad de las minas eran ilegales. Pasaron cinco años hasta que el presidente Juan Manuel Santos, en mayo, reconoció al nuevo enemigo, cuando ya era demasiado grande: «Hoy le estamos declarando la guerra a la minería criminal. Es un negocio que mueve más plata que el propio narcotráfico».
Su auge no responde sólo al mayor beneficio que le reporta a los narcos. Las comunidades también han sucumbido a esta fiebre del oro. En el organigrama de una mina clandestina hay escalafones. Los carreteros transportan los materiales en carretillas o a la espalda, los macheteros abren camino a cuchillo por la naturaleza, los maraqueros mezclan agua y mercurio con sus manos desnudas. El trabajo se realiza en unas condiciones pésimas de seguridad, pero luego llega el sobre: algunos pueden cobrar de 30 a 65 euros al día. No tienen una alternativa mejor. Sí varias peores.
Lo que muchos de ellos no advierten es que la minería ilegal es incluso más nociva que el narcotráfico para las comunidades. La ONU ya lo califica de «drama humanitario».
«El oro nos está matando», dice a PAPEL Daniel Mejía Lozano, fundador del movimiento cívico Vive La Gente, quien desde 2014 tiene protección privada(guardaespaldas y chaleco antibalas) tras recibir varias amenazas por sus denuncias medioambientales.
Habla de una situación insostenible al norte de Tolima, un departamento al oeste del país atravesado por el río Magdalena. Alerta de que los trabajos artesanales de minería podrían provocar deslizamientos de tierra muy peligrosos. Y apunta a otras consecuencias sobre las poblaciones: desplazamiento forzado, explotación sexual de mujeres en las zonas cercanas a las minas, trabajo infantil y accidentes laborales sin cobertura.
El efecto más demoledor es la contaminación por mercurio. Colombia lidera desde hace décadas el ranking mundial, de acuerdo a datos del Gobierno. Su presencia actúa como el veneno en las aguas de los ríos, destroza los hábitats de la fauna y su exposición continuada sobre las personas puede ser fatal. Los daños (amplificados por la presencia de otros elementos nocivos como el arsénico, el plomo, el ácido sulfúrico o el cianuro) se extienden hasta 400 kilómetros alrededor.
Estas prácticas han contaminado a más del 60% de sus 41 reservas de agua, según el ministerio de Medio Ambiente. Fotografías aéreas del Ejército en 2016 muestran cómo ríos antaño caudalosos como el San Bingo y el Timbiquí, ambos en el Cauca (al suroeste del país), ahora son áreas desérticas. Los expertos calculan que llevaría entre 25 y 40 años recuperar las zonas afectadas.
Tras la firma de la paz a finales de 2016 entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC (un ejército de 7.000 miembros y otros tantos milicianos desarmados) después de más de medio siglo de guerra, el tablero de las mafias que controlan los negocios clandestinos (con la minería de oro a la cabeza) ha comenzado a reordenarse.
Hay disidentes de las FARC que se niegan a renunciar al dinero del narco y la minería. El Frente 34 recibió cada mes del año pasado más de un millón de euros por las vacunas (extorsiones) que cobra en la minas ilegales, como revela The Global Initiative Against Transnational Organized Crime, una ONG que vigila el crimen organizado en todo el mundo. La zona de influencia del Frente 34 es el Chocó, en el Pacífico colombiano, un punto estratégico porque permite la salida de las mercancías hacia el mar. Allí, más del 70% de la población se dedica a la minería.
El resto del botín se lo reparten el ELN (la segunda guerrilla de Colombia, con 2.000 tropas), el EPL (otra fuerza guerrillera con influencia en la frontera con Venezuela) y las bandas criminales herederas del paramilitarismo. Santos reconoce la existencia de al menos 3.500 personas asociadas a grupos como el Clan Úsuga, Los Rastrojos y Los Paisas.
Distintos analistas coinciden en que la respuesta del Estado ha sido tardía y todavía ineficiente. El activista Daniel Mejía Lozano lamenta que la Ley 99 de 1993, «la única que regula el medio ambiente en Colombia, es demasiado permisiva y ha quedado caduca».
El mandatario Santos ha enviado al Congreso un proyecto de ley (propone elevar las penas y endurecer los controles de acceso al mercurio y otras sustancias químicas necesarias para extraer oro), que presumiblemente se aprobará este año, pero Mejía Lozano cree que servirá de poco. «Hay muchos lobbys en la política y en las élites que tienen intereses en el sector minero, los cambios necesarios nunca llegarán», advierte.
«La minería se ha vuelto una bandera política; hay muchos haciendo activismo», reconoce el Ministro de Minas y Energía, Germán Arce, nombrado en abril de 2016. En mayo declaró en el diario El Tiempo que «el oro podría ser 20 veces más rentable que la cocaína».
En la primera mitad del año pasado se llevaron a cabo más de 350 operativos militares contra la minería ilegal. La violencia de las mafias que controlan el negocio dificulta estas acciones. Mejía Lozano traza un símil con los años de plomo en Colombia con Pablo Escobar: «Las operaciones del Ejército para desmantelar una mina son bien berracas, necesitan artillería pesada y helicópteros». La batalla por controlar las reservas de oro no ha hecho más que empezar.
Fuente: El Mundo