CCD El obispo Salvador Rangel tenía una misión: salvarle la vida a un sacerdote. Quien había decidido que aquel cura debía morir no era un hombre fácil de convencer, era el líder de uno de los carteles de droga más poderosos de la sierra de Guerrero. Hace unos dos años, le pidió a una monja que lo acompañara a subir aquella peligrosa montaña. Y desde entonces, acude con frecuencia, porque está convencido de que los de ahí arriba son los únicos que gobiernan la región. Su diócesis, cuenta, no puede permitirse una baja más. La semana pasada asesinaron a balazos a dos de los suyos.
—Qué bonitos se ven los cerros sembrados de brócoli.
—No es brócoli, hermana, es amapola.
«Todo Guerrero está en manos del narcotráfico», declara sin tapujos el padre. Rangel, ataviado con una sotana blanca, bordada en los puños por pequeños detalles florales morados, típicos de la tierra donde trabaja, acaba de oficiar una misa en la gran Basílica de Guadalupe —el templo católico más importante del país—. La nave central y única, pues la iglesia es circular, con capacidad para 10.000 fieles, estaba prácticamente llena. La mayoría eran peregrinos recién llegados de aquella zona del sur de México, que coreaban su nombre como si se tratara de una estrella de rock. «Me dijeron de parte del Gobierno que no hiciera más declaraciones. A ver quién aguanta más, ellos o yo», sentencia el padre después de pedir que se diesen la paz.
El obispo de Chilpancingo (Guerrero) mantiene un frente abierto con las autoridades estatales y federales desde que decidió emprender una peligrosa cruzada por su cuenta: poner paz en aquel infierno, aunque para ello tenga que dialogar con los criminales. Pero las relaciones con el Gobierno y la Iglesia se han tensado en los últimos días, tras el asesinato de dos sacerdotes la semana pasada: el padre Germain Muñiz e Iván Añorve, cuando regresaban de una fiesta en un conocido municipio de la entidad, Taxco. La Fiscalía de Guerrero zanjó el asunto con sus cadáveres todavía calientes: estaban vinculados con el narco. Y aquello irritó al obispo: «Qué casualidad que solo unas horas después, ya tenían una versión de lo ocurrido, que además es la misma para cualquier suceso de este tipo».
«¿Quién es el narco en Guerrero? Es la gente. La mayoría de sacerdotes tratamos con ellos. Es imposible cerrar los ojos, todos nos conocemos», explica el padre en una entrevista a este diario. Después de salvarle la vida a aquel cura hace dos años, mantiene un diálogo con los capos de la droga para evitar que sigan matando. Rangel se ha convertido en un intermediario en las negociaciones territoriales entre tres grupos criminales que se disputan la zona. «Me he sentado con ellos por separado y estoy tratando de conciliar los diferentes intereses. Cada quien se pelea ciertos lugares, pero para que haya un arreglo tienen que ceder ciertas cosas. Ellos confían en mí», revela.
La entidad se ha convertido en los últimos meses en el epicentro de la violencia. Tan sólo en lo que va de año han sido asesinadas al menos 138 personas, más de tres al día, según las cifras de la diócesis. Y en 2017 acumuló 2.318 víctimas de homicidio. El obispo está convencido de que el papel de la Iglesia en aquellos territorios puede ser clave: «Que no nos vean como enemigos. Nosotros conocemos la situación, los caminos, las personas, podríamos ser los grandes aliados siempre que hubiera buena intención por parte de las autoridades», señala.
No por casualidad, hace un mes, en plena precampaña, el aspirante de la izquierda a la presidencia de México en las próximas elecciones, Andrés Manuel López Obrador, eligió Guerrero como escenario para promulgar una de sus propuestas más polémicas: una amnistía a los capos de la droga. El padre Rangel se muestra en parte de acuerdo: «¿Que no vale la pena hacer cualquier cosa en favor de la paz? Claro que no puede ser algo general, depende de qué cárteles, hay unos más sanguinarios que otros. Pero si hay jefes de narcos que quieren cambiar de vida y obrar de manera distinta, creo que es positivo».
Rangel insiste en que antes de juzgar, hay que conocer bien el terreno. «Si las autoridades conocieran bien la montaña, ahí eso del cultivo de la amapola es toda una cultura. Empiezan desde chiquitos a rallar la amapola, como tienen las manos pequeñas no quiebran las plantas y van recogiendo la goma de opio. Luego, los niños empiezan a crecer y van al monte a llevar la comida para los que andan trabajando allá. Después, más grandecitos, pues se convierten en halconcitos [espías del narco] y así van creciendo en esta cultura. Mientras el Estado no ofrezca otras oportunidades, ellos van a seguir en esto.», cuenta.
La entidad es la principal productora de opio del país, de este negocio viven más de 1.000 comunidades. Y México ocupa el tercer puesto del mundo, sólo después de Afganistán y Myanmar. Estados Unidos ha colocado al país en la mira, como responsable de la epidemia de miles de muertes por sobredosis de heroína y fentanilo (un derivado sintético del opio).
El padre Rangel habla con prisa. Detrás de la puerta lo están esperando tres monjas para que las acompañe a la sierra. Hace 15 días secuestraron a la familia de una religiosa —a su padre, su madre, su hermana y dos amigos— y para ellas el obispo es el único que puede resolverlo. Él cree que ya están todos muertos. Pero tiene miedo a que el resto de monjas responsables de uno de los colegios rurales de la región huyan de la entidad. «La gente tiene ya mucho miedo, y no ve una salida. Por eso seguiré con esta cruzada, para ver si logramos algo de paz».