La solidaridad se sienta a la mesa en una barriada pobre de Venezuela

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CCD En el rancho que Yuleidis Marcano comparte con su esposo y seis hijos en una empobrecida barriada de Caracas el hambre puede ser una sentencia de muerte.

En vísperas de Año Nuevo casi mueren por comer yuca (mandioca) que un vecino les regaló y que había cultivado sin saber que era una variedad venenosa. «Mi hija Valeria y mi esposo se vieron mal», recuerda.

El episodio registrado en La Vega (oeste de la ciudad) retrata el limitado acceso a alimentos en hogares en extrema pobreza, debido a la hiperinflación y escasez que azotan a Venezuela, reseñó AFP.

«Con esta situación casi nunca tenemos comida», cuenta cabizbaja Yuleidis, de 26 años, con su bebé de dos meses en brazos.

Sus demás hijos, sin embargo, hallaron un paliativo en casa de Gabriela Vega, una vecina que les da almuerzo de lunes a viernes a 85 niños de esa comunidad.

Al lugar llega comida gracias a «Alimenta la Solidaridad», programa de la ONG Caracas mi Convive contra la desnutrición infantil.

Un estudio de la organización Cáritas de agosto pasado situó en 15,5% la desnutrición aguda en 32 localidades de los tres estados más poblados del país.

De los menores que atiende Gabriela, la mayoría solo come yuca. «El único lugar donde comen carne es aquí, incluso para muchos es la única comida del día», sostiene esta enérgica morena de 35 años.

El consumo del tubérculo prolifera por su bajo costo, pero puede confundirse con el que causó la muerte en febrero a seis niños y un adulto, según la diputada opositora Karin Salanova. En 2017 se reportaron una docena de muertes.

– «Edad de piedra» –
Un grupo de escolares con uniformes raídos aguarda para almorzar. Entran en grupos de 12 a la pequeña casa edificada sobre una ladera donde antes había un vertedero de basura.

Paredes de ladrillo sostienen un techo de zinc abollado.

El olor a sopa de res con vegetales se cuela por los vericuetos a los que se llega por estrechas escaleras que arrebatan el oxígeno. Deben comer deprisa para que los demás puedan entrar luego.

Una oración antecede el primer bocado: «Señor, ayuda a los que no tienen nada para comer».

A Gabriela, con tres hijos, le han dicho que un comedor crea más pobreza, pero ella lo justifica: «allá arriba viven personas tan pobres que uno siente que se quedaron en la edad de piedra».

Aunque el gobierno niega que haya una crisis alimentaria y dice haber reducido la pobreza extrema a 4,4% en 2017, la Encovi, un estudio de tres universidades, la ubicó en 61,2%.

Optimista, Mariela Vega, madre de ‘Gaby’, pone sazón al menú. «Los lunes preparamos granos, los martes pasta con carne molida, los miércoles sopa, el jueves papa con huevo y los viernes plátano con salchicha».

Un batallón de madres se turna para ayudar.

– Miedo a cerrar –
Fermina Núñez, colombiana de 47 años que llegó a Venezuela hace 14, encontró en lo de Gabriela una tabla de salvación para sus dos hijos. Mientras esperan para comer, cuenta que hace algún tiempo pesaba 68 kilos. «Ahora estoy en 47».

La Encovi determinó que seis de cada diez venezolanos perdieron en promedio 11 kilos en el último año.

El gobierno puso en marcha en 2016 un programa de venta de alimentos subsidiados en barrios pobres que -asegura- beneficia a seis millones de familias, pero abundan las quejas de que no llegan periódicamente.

El sueldo mínimo que el esposo de Yuleidis gana como empleado público apenas alcanza para 30 huevos, «algo de queso y quizás harina». Además, ella limpia casas «para comprar al menos pan o yuca», dice.

Al tiempo que combate el hambre, Gabriela exorciza un pasado que la llevó a prisión durante 20 días por robo. No quiere que los chicos «admiren a un malandro con pistola».

Convencida de que la pobreza engendra delincuencia, los incentiva a que estudien y hagan deporte.

En su comedor se respira alegría y eso anima a Yoxander Segura, estudiante de 13 años que disfruta la comida que sus padres no pueden costear. «Quiero ser bombero», dice sonriente.

Dejar de servir almuerzos mortifica a ‘Gaby’, pues las dos semanas que cerró por vacaciones vio niños que le lloraban por hambre. «Me da miedo que no podamos continuar».

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