«El trabajo mío es este, cargar agua», dice, hastiado, Alexander Quintero, mientras llena un envase en un riachuelo a los pies de una favela, en el este de Caracas. Como él, millones de personas en Venezuela tienen los grifos secos desde hace tanto tiempo que no pueden recordar la última vez que se dieron una ducha.
Agua: materia pendiente del Estado e imperativo ante el COVID-19
La falta de agua es tan común que el Gobierno de Nicolás Maduro anunció en mayo, como un logro, la adquisición de 252 cisternas para surtir a más de la mitad de la población de manera puntual, a la espera de una solución definitiva.
Sin embargo, no parece que sea una cuestión que se vaya a resolver a corto plazo y la única opción frente a la carencia de agua es la compra de 1.000 cisternas más en los próximos meses, que continuaría siendo una forma provisional de paliar la escasez.
Y, aunque el problema es uno, las formas de hacerle frente son numerosas. Siendo el agua ahora más necesaria que nunca para combatir la pandemia por COVID-19, los venezolanos se manejan entre la indignación, la resignación y el ingenio para conseguir algunos litros.
Los indignados
Son, quizá, los menos afectados o los que llevan menos tiempo sin el suministro en las tuberías. Son, en todo caso, millones de ciudadanos que participan en las numerosas protestas hídricas que se registran cada mes en todo el territorio.
«Mi día a día, ¿sabes a qué me dedico?, a cargar agua todos los días, a salir de mi casa todos los días a lidiar con el agua, la comida, la carencia que estamos viviendo», dice a EFE Yeny Acosta en medio de una manifestación en el este de la capital venezolana.
La caraqueña llevaba al menos 45 días sin agua corriente en su casa cuando decidió salir a la calle. Enfurecida, dice que este problema es una burla y una humillación por parte del Ejecutivo, al que acusa de un supuesto «control social».
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Al grito de «queremos agua» los manifestantes, que golpean bidones vacíos, reclaman rabiosos que se violente un derecho humano, especialmente en medio de la pandemia por COVID-19 -que requiere de un frecuente lavado de manos para combatirla-, que hasta ahora deja 18 muertos y 1.819 contagiados.
«Van a ser más los muertos por sarna, por hambre que por coronavirus», agrega Acosta junto a sus compañeros de protesta. Al unísono, este grupo también rechaza el uso gubernamental de cisternas o, peor aún, tener que pagar por estos servicios que pueden costar hasta 100 dólares, equivalentes a 30 salarios mínimos.
Nadie en las refriegas hace mención a la falta de agua en los hospitales, un indicador que agrava la emergencia sanitaria al punto de que la Organización de Naciones Unidas ha pedido al país atender este aspecto.
Los resignados
Alexander, entretanto, termina de llenar sus recipientes en el riachuelo. En su casa, en la barriada de Petare, falla el suministro eléctrico y de gas doméstico pero nada -insiste- «afecta tanto» como la sequía.
En lo que va de 2020, nunca ha corrido el agua por las tuberías de la vivienda de este padre de dos pequeños, que entonces se dedica a cargar, casi con frenesí, tantos bidones como pueda cada día para que su familia, que incluye a una abuela de 78 años, pueda «medio asearse».
El fluido de este escueto caudal «no sirve para comer» (cocinar y beber), o al menos así lo cree Sara Berroeta, otra asidua visitante del riachuelo que se queja, además, porque las cisternas que el Gobierno envía eventualmente a su barrio no llegan hasta su zona, que es de las más alpinas.
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«Hay gente que sí le da picazón, le da sarna a los niños», asegura la mujer, cansada «de tanto buscar agua», esa que le deja huellas en la piel.
Alexander y Sara no cortan calles en protestas, tampoco reclaman que les devuelvan, porque nunca lo tuvieron, el cronograma de suministro que fue aplicado desde 2014 a zonas residenciales y que suponía al menos tres días a la semana con agua en los grifos. Ellos simplemente van al río «a la buena de Dios».
Los ingeniosos
En el extremo de la sequía venezolana se ubican quienes en los últimos tres años pasaron del lamento a la rabia y de allí a las soluciones.
Sin ninguna intervención del Estado, aunque aprovechándose de una de sus ruinas, una comunidad caraqueña tomó las tuberías abandonadas en un túnel que el Gobierno dejó inconcluso hace años y consiguió que un manantial que pasaba por allí terminara saliendo por sus lavamanos, duchas e inodoros.
Geisa Fernández, una contadora de 25 años, explica que el éxito de esta iniciativa ha sido tal que algunas personas, de barriadas adyacentes, han querido entorpecerlo y han causado daños al sistema de tuberías que los mismos vecinos armaron en el año 2018.
Pero ni ella ni sus paisanos se amilanan. En vista de un reciente sabotaje, una veintena de hombres y mujeres decidieron reforzar la seguridad de las tuberías, aunque para eso tuvieran que llenarse de lodo o adentrarse en la oscuridad dentro del túnel para asegurar que el agua que toman es la más cristalina del manantial.
Aunque hasta ahora solo algunas casas reciben el fluido en sus grifos, estas viviendas sirven de distribuidoras para cientos de familias que a diario llenan allí sus bidones sin necesidad de caminar kilómetros.
Hace casi tres años la comunidad de Geisa no recibe agua corriente, mientras se multiplican las tuberías rotas que humedecen las vías públicas, pero hoy ella y sus vecinos celebran, incluso más que los privilegiados, aquellos pocos que cuentan con pozos subterráneos y que no saben hasta cuándo les acompañará la suerte.