La lección de química mejor aprendida por los mineros de ese rincón selvático del sureste de Venezuela es que para obtener el elemento ‘Au’ debes contar primero con el ‘Hg’. A ella desde hace poco se le agregó otra de geografía económica: mientras más cerca de Guyana, al oriente, más barato encontrarás el codiciado ‘azogue’. La apertura el año pasado de una ruta aérea entre la capital Georgetown y el pueblo de Eterimbán, amenazó con convertir el cruce del río, que hace de frontera entre los dos países, en un pasadizo para el contrabando del tóxico material; la Covid-19 mantiene ese pronosticado auge en suspenso. Pero de todas maneras el mercurio es allí plata líquida con la que resulta más seguro y rentable comerciar que con el mismo oro. Nadie, ni siquiera las autoridades militares, se da por enterado del decreto de Nicolás Maduro que en 2016 prohibió su uso. Así lo reseña un reportaje de Marcos David Valverde para Armando Info.
Cañamú no existe para Guyana y menos para Venezuela. Tampoco para Google Maps. Ese nombre, que se le da a un caserío de dos hileras de ranchos y quioscos de tablones y zinc, ni siquiera existe para muchos de los que viven en él. Pero la aldea de chabolas sigue allí, terca, creciendo entre el verdor tupido de la selva sobre la margen oriental del río Cuyuní, Territorio Esequibo controlado por Guyana, y frente a San Martín de Turumbán, otro caserío sobre la ribera opuesta, ya en suelo venezolano.
Cañamú es nada más el apelativo con el que algunos lugareños, amalgamando sílabas, tal como amalgaman el oro con el mercurio, sintetizan el lado rutinario de la breve historia del lugar: CAÑA y MUjeres.
Tampoco hay consenso en cuanto a su fecha de fundación. Muchos dicen que data de hace tres años. Otro, que cuatro o cinco.
Mafias de trata de personas en Bolívar fijan precio de sus víctimas en oro
Entre tanto diferendo, el único acuerdo tácito gira en torno a los métodos de pago para el intercambio: no hay restricción para lo que quiera que mueva la economía de la aldea. Pueden ser dólares guyaneses, bolívares en efectivo, oro o, incluso, teléfonos celulares. Alcohol y prostitución (la caña, las mujeres, como compendia el apelativo). Gasolina para las plantas eléctricas. Cigarrillo. Alguna hierba para fumar.
En realidad, eso que pocos llaman Cañamú, que ha crecido entre una pista de aterrizaje sin asfalto y Eterimbán (una lengüeta de tierra, también a orillas del Cuyuní, en suelo guyanés), es, sobre todo, una consecuencia de la diáspora venezolana. Muchos de los que no pudieron emigrar legalmente cruzando de norte a sur el estado Bolívar hasta Brasil, están ahora allí. Y estar allí es irse sin haberlo hecho. Desde ese lugar, Venezuela queda a un par de minutos de distancia en lancha. No hace falta el pasaporte. Ni siquiera la cédula. A Cañamú entra cualquiera atravesando el Cuyuní desde el puerto (un playón con un muelle destartalado de tablas podridas, resbaladizas por el moho y carcomidas). Y en Cañamú funciona un menú de las normas que más convengan, tomadas de las de Venezuela y de Guyana. Una de ellas, de este último país, es la libertad para comprar y vender mercurio en cualquier bodega.
En agosto de 2016, mismo año de la creación por parte del Gobierno venezolano de la Zona Especial Arco Minero del Orinoco, así como de la casi simultánea masacre de Tumeremo (llamada así por el pueblo homónimo del Municipio Sifontes del estado Bolívar; la primera de, al menos, 18 matanzas ocurridas a partir de entonces en ese territorio de 111.000 kilómetros cuadrados), Nicolás Maduro anunció por decreto “la prohibición del uso de mercurio en todas las actividades conexas a la industria minera de Venezuela, absolutamente y totalmente”.
Aquel decreto fue quizás un gesto público de Maduro para demostrar que, en efecto, Venezuela tenía la voluntad de acatar el Convenio de Minamata, el acuerdo internacional de 2013 en el que 128 países se comprometieron a reducir el uso del mercurio.
A la par, en Venezuela hubo voces que insistieron en que algo debía hacerse para frenar la contaminación mercurial. Todas se reunieron en la Red de Organizaciones Ambientales no Gubernamentales de Venezuela (Red ARA), que también en 2013 publicó el estudio La contaminación por mercurio en la Guayana Venezolana: Una propuesta de diálogo para la acción.
“En Venezuela, se ha reconocido la contaminación por mercurio en la Guayana venezolana como un problema de salud pública desde hace más de 25 años. Durante este tiempo se han realizado un número importante de investigaciones que han revelado la presencia de mercurio en concentraciones elevadas en personas que viven en las zonas mineras. Igualmente se han encontrado valores altos de mercurio en los sedimentos de los cuerpos de agua y en peces usados como alimento”, se detallaba en el informe.
Era entonces un buen momento para actuar Y suscribir la convención parecía un paso certero. Pero todo quedó allí: para 2019, 123 de los 129 países ratificaron el acuerdo. Venezuela, con Nicolás Maduro al mando, no había sido uno de ellos.