Todos conocemos la vieja cita del Barón Von Clausewitz que nos recuerda que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, de manera que cualquier guerra ofensiva o defensiva, suele ser la expresión, “por otros medios”, de las luchas políticas internas de los países. Ningún país manda tropas a otros, como no sea porque su situación interna lo obliga a ello o porque ello reditúa políticamente algo a sus gobernantes.
Esto es así desde que el mundo es mundo. Antes de que nacieran los estados nacionales modernos, las tribus y sus jefes hacían lo mismo. Cuando apretaba el hambre, cuando los recursos se agotaban en alguna comarca, pues se liaban los bártulos y se desenfundaban los garrotes para ir a buscarlos allende. Como era obvio, adonde llegaban no solían recibirlos de buen grado. “Lo mío es mío” deben haber dicho aquellos fortachones cromañones o neandertales antes de liarse a garrotazos y pedradas para defender los intereses propios, frente a aquellos metiches que venían a llevarse el alimento o a asentarse en sus dominios.
Es cierto que a una guerra preceden ideas que tratan de justificarlas o que le dan un piso o justificación política. Ningún país, por más trogloditas que sean sus líderes, se despierta un día para decir al unísono: “vámonos de guerra hoy” como si fueran a ir a una verbena o a un picnic. Las inflamas nacionalistas, el orgullo nacional herido, la necesidad de libertad, la seguridad nacional son algunas de las ideas fuerza que se esgrimen para darle “fundamento” a una aventura militar.
Pero como vemos, ni siquiera esto es pan de cada día. Estas flamígeras propuestas suelen darse en momento de crisis particulares en los que se necesita amalgamar la voluntad interna con un enemigo externo; cuando se necesita elevar la popularidad o cuando la precariedad de recursos obliga, a la necesidad o a la avaricia, a ir a buscarlos fuera. De hecho, casi todas las guerras comienzan siendo “populares”. Las películas del género nos muestran los gloriosos desfiles de los soldados que van al frente vitoreados por sus ciudadanos. Lo que ocurre luego, cuando comienzan a llegar los ataúdes con los cuerpos, es siempre otra historia.
Hitler fue un maestro en la manipulación de los sentimientos nacionales frente a la humillación del Tratado de Versalles, primero para llegar al poder y luego para poner al pueblo alemán detrás de sí para ir a una guerra con la excusa de la búsqueda de un espacio vital e histórico para Alemania con la promesa de que aquel ultraje no se cometería de nuevo. Muchas veces nos preguntamos, ¿cómo es posible que el pueblo más culto de Europa se hubiese dejado seducir por un fanático pintor de brocha gorda y buen parlanchín? Muy sencillo, en la República de Weimar para comprar un pan había que llevar una carretilla de dinero a la panadería y, para comprar el mismo pan al día siguiente, había que llevar dos.
Suele ocurrir que detrás de cada líder populista siempre hay una necesidad sentida que este ha interpretado y manipulado exitosamente. Si nos venimos más cerca y analizamos las causas de nuestra guerra de independencia, sin dejarnos cautivar por el espíritu de “Venezuela Heroica”, vamos a descubrir que efectivamente las ideas de la Ilustración, que también estuvieron en el origen de la Revolución Francesa, jugaron un papel muy importante en la “ideología” de la liberación patriótica. De hecho, la Capitanía General de Venezuela fue la vanguardia de los movimientos independentistas, entre otras cosas, porque su situación geográfica le permitía tener acceso con prioridad a los libros y a ideas que venían de Europa. Esos tratados estuvieron primero en los estantes de bibliotecas de Caracas que en los de los Virreinatos de México o del Perú.
Pero vamos a estar claros, el leitmotiv, la principal razón objetiva por la cual la independencia se convirtió en un tema relevante, sobre todo para las élites caraqueñas y mantuanas de la época, fue que sentían que ya se habían “echado los pantalones largos” para hacerse cargo del comercio del tabaco, el café y el añil que estaba monopolizado por la Compañía Guipuzcoana. Esta empresa, que tenía el monopolio de comercio exterior de la colonia, les pagaba los precios que a bien tenía, muy distintos a los del mercado internacional de entonces. Por cierto ¡oh, paradoja! los mismos barcos de la Guipuzcoana que comerciaban las mercancías, trajeron los libros que inspiraron la rebelión en contra de su monopolio.
Una vez proclamada la independencia, la primera cuenta que sacaron nuestros padres fundadores, y a justo título, fue que necesitarían el apoyo logístico y militar de potencias extranjeras para hacer frente al imperio español. “Solos no podemos” se decían seguramente en el cabildo caraqueño y en el templo de San Francisco luego del 5 de julio de 1811. No fue entonces por casualidad que la primera embajada, ese mismo año, que conformó el naciente gobierno revolucionario fue a Londres en busca de esa ayuda. La misma, estaba integrada por Simón Bolívar, Andrés Bello y López Méndez.
¿Por qué a Londres? Pues porque la Gran Bretaña era el gran rival de la España de la época. No era porque los ingleses eran amantes de la libertad ni nada parecido. La que Napoleón solía llamar, la “Pérfida Albión”, acababa de librar una guerra sangrienta contra los patriotas norteamericanos que reclamaban su libertad del Reino Unido. De manera que no fue ningún súbito ataque de amor por la independencia de nuestras naciones que tuvieron los ingleses lo que llevo allá a nuestros primeros embajadores.
Aquella delegación llegó a la casa de Miranda quien ya tenía años aposentado en la urbe londinense haciendo la misma cosa. Tratando de conseguir financiamiento y apoyo militar para la libertad de Venezuela. William Pitt, su joven primer ministro, hay que decirlo, “mareo” a Miranda durante varios años, prometiéndole tal ayuda, por eso cuando sus compatriotas llegaron, este les advirtió sobre lo complicado que estaba la cosa y lo amarrete que Pitt había resultado para “bajarse de la mula”.
¿La ayuda británica llegó? Sí, claro que llegó, pero no cuando la pedimos, ni cuando la necesitamos, sino cuando le convino al Reino Unido por sus intereses. Aquella delegación llegó en 1811 a pedirla, pero la geopolítica de la Europa de entonces, hizo que no fuera hasta 1818 que llegara La Legión Británica al país y prudentemente integrada por “voluntarios” y no por cuerpos regulares de los soldados de su Majestad. Es que al final del día, “los países no tienen amigos, sino intereses”.
Aquí va otro ejemplo inglés: ¿Cuántas veces trató Churchill de convencer a los norteamericanos de que entraran en la guerra para salvar a la “Madre Patria”? Sir Winston se valió de la persuasión, del halago, de la intimidación, incluso de ciertas travesuras y nada. Estados Unidos se mantenía en la neutralidad. Se consideraban seguros porque el Atlántico por el Este y el Pacífico por el Oeste, los protegían de los bárbaros en guerra.
¿Cuántas veces llegó Churchill de regreso a Londres con migajas de ayuda militar de sus hermanos angloparlantes? Tuvo que venir el almirante Yamamoto, en un soleado domingo de diciembre de 1941, tres años después de que Europa se desangraba en aquel conflicto, a bombardear a Pearl Harbour, para que Estados Unidos despertara del letargo, recordara su compromiso con el mundo libre, su rechazo al fascismo de los discursos de ocasión y se incorporaran a la guerra. Es decir entraron cuando les convino y cuando ellos lo necesitaron, no cuando Europa los necesitó.
Hoy en Venezuela, tenemos de nuevo sobre la mesa, el debate sobre si la solución de nuestra crisis es o no una intervención militar extranjera. Para referirse a ella, hemos utilizado una gama de eufemismos y de nombres técnicos sacados del derecho internacional y de los tratados internacionales. No nos detengamos en matices jurídicos. Llamemos las cosas por su nombre. Lo primero que hay que decir es que no hay que escandalizarse por hablar del tema. Las intervenciones militares han ocurrido y seguirán ocurriendo. Tampoco rehuyamos el tema con argumentos morales. Si de algo no se ocupan las guerras es de la moral.
En estas líneas lo que trataremos es de analizar si, en el actual contexto geopolítico nacional e internacional, tal alternativa es viable o posible para Venezuela. La primera pregunta, en ese sentido, debería ser: ¿Puede ocurrir una intervención militar extranjera en Venezuela? Claro que sí. Han ocurrido varias en América Latina. La segunda pregunta: ¿Es factible que ocurra en este contexto de hoy?
Primero veamos: ¿Quiénes pueden intervenir en Venezuela? Obviamente Estados Unidos, al fin y al cabo estamos en su zona de influencia (en su “back yard, dicen ellos) y por razones, también obvias y logísticas, los países fronterizos Colombia y Brasil. Igualmente podría ocurrir de parte de una coalición internacional, invocando Tratados como el TIAR o Misiones de paz de la ONU, tipo cascos azules etc.
Veamos el caso de Estados Unidos: El presidente Barack Obama dio un paso clave, jurídicamente hablando, cuando declaró a Venezuela como amenaza para la seguridad interna de Estados Unidos. De ese instrumento jurídico es del cual dimanan, las facultades para establecer las sanciones, la operación en el Caribe para controlar las rutas del narcotráfico y las operaciones ilegales de materiales estratégicos desde Venezuela, que ha emprendido la administración de Trump y que hasta hoy se mantienen, como medida de presión contra Maduro.
Ahora bien, ¿conviene o puede Estados Unidos ir más allá? De que pueden, por supuesto que pueden. Hasta ahora no lo han hecho, como no lo han hecho con Cuba durante 60 años, a pesar de que era un activo exportador de la guerrilla en todo el continente y sostenía luchas armadas en Angola, Mozambique y Argelia. La razón es que en realidad la amenaza de Maduro y los Castro a Estados Unidos no es una amenaza militar. Una amenaza de esa naturaleza, solo ocurrió una vez en la historia y lo constituyó la crisis de los misiles del 64, cuando el mundo estuvo al borde de la tercera guerra mundial. Aquel asunto se resolvió diplomáticamente (por cierto contra los intereses de Castro) cuando Krushev se llevó sus misiles a Turquía y dejó a Fidel sin escalera y “guindado de la brocha”.
Es cierto que, a diferencia de Castro de quien se llegó a documentar, colaboración con elementos del narcotráfico y cuyo apoyo a las guerrillas fue explícito, Maduro ha incursionado un terreno movedizo y peligroso por sus relaciones con Irán, con grupos calificados de terroristas y porque la corrupción criolla ha salido del país y se ha convertido en un elemento desestabilizador, mas allá de nuestra fronteras, influyendo en la política, las policías y autoridades de otros países. Repetimos, ese extremo nunca fue tocado por Castro de manera tan abierta y expuesta, como lo ha hecho temerariamente Venezuela. Los Castro, como los mapurites, saben a quién perfumar y hasta dónde llegar y no sabemos si aconsejan a Maduro sobre la materia.
Por esto, es que, de ser cierta la especie denunciada por el presidente Duque sobre la adquisición de misiles iraníes de medio y largo alcance por parte de la FAN, este estaría dando un paso inédito y peligroso. Veremos en los próximos días, cómo se desarrolla este tema de incalculable importancia.
Ahora bien, ¿estas y otras provocaciones de Maduro son necesarias o suficientes para una acción de fuerza? Necesarias sí, suficiente dependerá de cuáles otros intereses tenga Trump en estos momentos. Si en algún momento, por razones electorales o políticas, o porque su entorno detecta otras amenazas futuras, por supuesto que un dirigente como Trump, podría perfectamente “amanecer de bala”, como dicen los mejicanos y ordenar una intervención en Venezuela. Para eso no necesitará el TIAR, ni que lo pida Guaidó, ni la invocación del 185 por parte de la AN, ni ninguna de esas exquisiteces jurídicas. Esto lo sabe cualquiera y lo saben también quienes lo piden por aquí. Sin embargo, en las actuales condiciones, y dado el desarrollo de su campaña electoral, no parecieran que eso le convendría, por los momentos.
¿Y cuáles serían esas condiciones en las que Trump se encuentra en estos momentos? Acompáñenos al siguiente párrafo donde intentaremos explicarlo. Usted piensa, amigo lector, que un país que acaba de ver presenciar un virtual incendio de sus principales ciudades por la muerte de…Floyd, un ex convicto afroamericano que huía de la escena del crimen, con antecedentes penales y que fallece en el curso de una operación policial por una mala práctica del agente, puede darse el lujo de llevar sus tropas a otro país al que la mitad de los norteamericanos no conoce, a “luchar por su libertad”? ¿Cuántas camisetas “Americans live matters” aparecerán cuando llegue la primera bolsa negra? ¿Pensamos que a Trump le interesa política o electoralmente esto?
Vietnam aún está fresca en la memoria norteamericana. Vietnam es la prueba de que las guerras pueden no perderse en el campo de batalla. Los norteamericanos no fueron derrotados por el Vietcong o por las tropas de Ho Chi Min. Los norteamericanos fueron derrotados por sus propios jóvenes en las calles de Washington, de Nueva York, de San Francisco y en las de Londres, Paris, Berlín y Tokio y por sus propios soldados desmoralizados que no entendían por qué los mandaban a morir y a matar en unos lejanos arrozales del delta del Mekong.
Una guerra desestabiliza internamente a los países y parece que Trump, interesado en la economía norteamericana y en sus votantes, ha optado por una nueva versión de aislacionismo en esta materia, para evitar justamente las contaminaciones internas de cualquier aventura militar. Su dejadez progresiva de la OTAN, el insólito e inesperado abandono de los kurdos en Siria, abonan en favor de esta tesis. Ser policía del mundo, como lo dijo una vez, pareciera que va a contrapelo de su misión de “Make America Great Again”.
¿Y Colombia y Brasil? Nuestros dos vecinos han sufrido en sus propias carnes lo que ha significado la crisis venezolana. Migraciones masivas, incorporación de nuestros jóvenes a bandas delictivas y guerrilleras. En Colombia, no hay duda que la reactivación guerrillera de un sector de las FARC, ha contado con apoyo logístico del lado venezolano de la frontera y que el dinero de la explotación ilegal del Arco Minero ha significado una nueva inyección de financiamiento para su subversión interna. La posición del presidente Duque en solidaridad con la democracia venezolana ha sido sin duda proactiva e importante en el terreno político y diplomático.
¿Y en el otro terreno? Pues recordemos que Duque fue el primer presidente en pronunciarse expresamente en contra de una intervención militar en Venezuela. ¿Por qué? ¿Será que Duque se rajó? La respuesta es fácil si echamos una mirada a la situación interna de Colombia. Un país que hace pocos días estuvo convulsionado por inmensas manifestaciones por la muerte de un joven en una protesta; con una guerrilla aún beligerante; con una izquierda con opciones electorales; con su más icónico líder contemporáneo preso; con la consiguiente crisis por la pandemia. ¿Ese país, creemos que está en condiciones para intervenir militarmente en Venezuela? ¡Le convendrá a Duque abrir esa caja de los truenos?
¿Y Brasil? Bolsonaro, preside la nación con más infectados y muertes por el coronavirus. Su personalidad carismática y seguramente la debilidad de su oposición, golpeada por los escándalos de corrupción, le ha permitido capear el temporal sin excesivas pérdidas de popularidad. A diferencia de Trump, más bien su caída de aceptación fue revertida con su peculiar manejo de la crisis. Quizás esta no sea entonces una crisis de popularidad la razón para entender la tibieza con la cual el presidente brasileño, de un tiempo a esta parte, ha comenzado a tratar el tema venezolano.
Quizás las razones hay que buscarlas en su particular relación con China. ¡Sí! China es la principal inversionista en Brasil y sus relaciones diplomáticas y políticas son excelentes. ¿No notamos que durante toda la crisis de Hong Kong; no ha habido una sola palabra de condena a la represión o de solidaridad con los jóvenes de esa ciudad, enfrentando con paraguas a policías de la China comunista armados hasta los dientes? Bolsonaro no puede decirse que ha cambiado a favor de Maduro, lo que sí podemos decir es que ha decidido “meterse con el santo, pero no con la limosna”.
¿Y Europa y la OEA y la ONU y el resto de la comunidad internacional? Pues hay que decir que la mayoría de las democracias decentes en el mundo están apoyando la institucionalidad en Venezuela que está representada por el interinato de Juan Guaidó en la presidencia de la República en su carácter de presidente de la Asamblea Nacional. Todo de conformidad con lo que establece la Constitución. Se trata de una realidad peculiar y que seguramente las facultades de leyes y los especialistas en derecho internacional del mundo entero, estudiarán en los próximos años. Este hecho inédito, es ciertamente, una de las principales fortalezas de las fuerzas democráticas venezolanas y ha sido el freno para que muchas de las arbitrariedades del régimen, no hayan ido más allá.
Ahora bien, ¿este apoyo se ha traducido por alguno de los gobiernos o de los organismos multilaterales en un apoyo a una acción de fuerza en Venezuela? Hay que ser sinceros y decir que no es así. Más bien, el primer comunicado sobre el particular del Grupo de Lima, la organización más “resteada” con la causa de la democracia venezolana, se manifestó abiertamente en contra de cualquier salida de fuerza e hizo votos por una salida política y electoral. En igual sentido lo han hecho la Unión Europea y la OEA. Su Secretario General, por cierto, ha hecho importantes aportes en la calificación del régimen de Maduro, como estado fallido, aun cuando la declaratoria formal no se ha producido.
Por otro lado, las gestiones para echar a andar el TIAR, marchan al ritmo desigual que le imprimen las distintas cancillerías y sus intereses internos. Dicho en otras palabras, el mecanismo aún no arranca.
Concluyamos con una idea: Venezuela es efectivamente un problema geopolítico mundial. Chávez lo convirtió en eso cuando declaró a las FARC beligerantes; cuando se asoció con regímenes peligrosos para la estabilidad mundial y cuando el dinero de la corrupción dejó de ser un fenómeno local para infectar sociedades fuera de Venezuela.
Como tal, la solución a nuestra crisis no será íntegramente interna, sino que vendrá de la conjunción de circunstancias externas y endógenas. ¿Cuándo? ¿Cómo? Nadie lo sabe, ni siquiera lo saben aquellos a quienes las circunstancias les llevarán a tomar las decisiones claves. Los que andamos de a pie y no tenemos acceso a esos centros de poder, no nos queda otra misión que la de continuar la presión interna; acompañar en su sufrimiento y en sus luchas a ese 85% de compatriotas que quieren un cambio y en el terreno político a los esfuerzos de la única institución legitima de la sociedad venezolana que es la Asamblea Nacional y a su presidente.
La ruta que llevará a la recuperación de la democracia, de la reconciliación nacional, será tan inédita como la crisis que pretenderá resolver. Conozco muchos venezolanos cansados, golpeados por la pesadilla que vivimos, pero no conozco uno solo que haya resuelto apoyar al régimen porque no queda otro camino.
Miles de venezolanos se movilizan a diario por reivindicaciones sociales y porque se respeten sus derechos. Muchas veces lo hacen solos y, no pocas veces, su esfuerzo queda aislado porque no hay mecanismos de conexión entre quienes luchan. Las fuerzas democráticas luchan en condiciones precarias y duras, de represión y de dificultad excepcionales. Todo eso retarda la salida de la pesadilla.
El país es un barril de pólvora a punto de estallar. ¿Cuándo? No lo sabemos, lo que sí podemos saber es que es que aunque alguien se baje del barril y apague la mecha, esta es cada vez más corta. De esta vamos a salir más temprano que tarde. Lo que no nos podremos ahorrar es más esfuerzo y compromiso de nosotros mismos. No porque deseemos que vengan a resolvernos los problemas, estos se resolverán más rápido.
Es comprensible que haya compatriotas desesperados pensando que ocurra una solución mágica que venga de afuera. Lo entendemos. Pero nada sustituirá nuestro propio esfuerzo. La conseja popular es sabia. “deseo no empreña”.