El más importante aporte a la humanidad de la Revolución Francesa de 1789 fue haber dejado establecido que la soberanía nacional residía en el pueblo que la ejercía por medio del sufragio.
Desde entonces, la lucha por el poder político se convirtió en la lucha por la conquista de la voluntad popular. Atrás quedaron las puñaladas con dagas florentinas en algún oscuro rincón de palacio, el veneno escanciado por misteriosas damas en las copas de los príncipes, las prisiones en torres de potenciales testas a coronar y la influencia del Papa para decidir cómo se resolvía un intrincado conflicto de sangre y de parentelas cruzadas.
Efectivamente murieron aquellas intrigas pero comenzó a nacer otro monstruo, el de la opinión pública que se convirtió en la nueva deidad a adorar por parte de los políticos aspirantes a gobernar. La lucha por conquistar las consciencias y el voto hizo aparecer a los partidos políticos que eran, en su inicio, escuelas de pensamiento inspirados en los clubes de la Revolución Francesa y, luego de Lenin, organizaciones de profesionales para tomar el poder.
Es en esta lucha en la que las matemáticas y la política se encuentran. Ganarse a las mayorías era tema de aprender a sumar y multiplicar a tus adeptos y de restar y dividir a tus adversarios.
Ahora bien, el pueblo convertido en electorado no suele variar de número sino en el curso de generaciones. En los períodos electorales es más o menos el mismo. Eso lleva a la inevitable situación de tener que convencer a unos que antes no estuvieron de acuerdo contigo sino con tu adversario y, en consecuencia, diseñar una política para traerlos de tu lado.
Para tener éxito en esta misión de ser mayoría, es importante que se disponga de un mensaje que interese a la gente y que interpele su posicionamiento político.
Sobre este particular es especialmente importante tener en cuenta la vieja conseja popular que nos advierte que «nadie piensa en cabeza ajena» y que «puñalada no duele en pellejo de otro». Esto, que ha sido inveteradamente así, es menester ponerlo de relieve ahora cuando las redes sociales nos han encerrado en burbujas de personas parecidas a nosotros mismos (amigos y/o seguidores) en las que los algoritmos nos juntan y nos dan la impresión de que “todo el mundo” está pensando igual, cuando en realidad no es así.
Deberíamos aprender de Oscar Wilde a quien a su vuelta de un viaje a Francia preguntó un periodista: «Qué le parecieron los franceses?», a lo que el escritor respondió: «no puedo responderle, no los conocí a todos..»
De manera que es forzoso concluir que no todos están pensando como nosotros por la sencilla razón de que no todos tienen las mismas motivaciones, las mismas sensibilidades y, sobre todo, los mismos intereses o preocupaciones.
Quien no entienda esto en la política, no puede contar con experiencias victoriosas. Si en algo es necesario ponerse en el lugar del otro es justamente en este campo de la actividad humana.
Un pernicioso vicio que se ha apoderado de los formadores de opinión y de los «influencers» de las redes sociales, es justamente, cometer el error de tomar sus deseos por realidades y elaborar política, a partir de allí.
Mucha gente hoy en Venezuela pasa por alto que venimos de un proceso de alineamiento político de las mayorías que comenzó con un delirio popular por el chavismo, alentado no solo por los sectores populares y humildes, sino por densas capas de la intelectualidad y personas que, teniendo los medios para discernir, no lo hicieron y se volcaron a apoyar a Chávez y el espejismo que representaba.
Si es de allí de dónde venimos y si somos más o menos los mismos (incluso menos ahora por la diáspora) es indispensable entender que para formar una gran mayoría nacional es necesario convencer a quienes antes estuvieron en la acera de enfrente.
Y cuando se convenzan, no solo con nuestros argumentos (que al final son de cabeza ajena) sino con sus propias vivencias y experiencias de lo dramático e invivible que se ha hecho Venezuela, entonces debemos estar preparados espiritualmente para recibirles, recordando al famoso Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, conquistador de Nápoles, que decía «al enemigo que huye, puente de plata».
A esta elemental regla que marida a las matemáticas con la política, inexplicablemente le han salido al encuentro con su lanza en ristre, muchísimos voceros pretendidamente democráticos, que señalan entre otras linduras, cosas tan pintorescas, como que a los chavistas hay que exterminarlos a todos; que los que abandonen sus filas deben pedir perdón públicamente e ir de rodillas al Santuario de La Coromoto y además se apostan, con dos ladrillos a las puertas de salida del chavismo para lapidarles como hacen los musulmanes con los pecadores.
Confunden la justicia que tiene que venir después de este ignominioso momento, con la venganza pura y dura del ojo por ojo y diente por diente.
Cómo se puede ser una mayoría sostenible con esta actitud? Cómo podremos reconstruir a Venezuela suplantando una tiranía y una intolerancia por otra? Y sobre todo, nos volvemos a preguntar, cómo resolver el dilema matemático de ser mayoría nacional de nuevo si no se vienen quienes nos adversaron?.
De la solución con inteligencia de este problema, va a depender la posibilidad de trascender la actual pesadilla y darle sostenibilidad en el tiempo a lo que la sustituya.