El libro publicado por Penguin Random House Grupo Editorial narra con una prosa elegante cómo el régimen cubano hundió sus tentáculos en Venezuela hasta controlarlo absolutamente todo. Las notarías y registros. La expedición de cédulas y pasaportes. Las Fuerzas Armadas. Los servicios de inteligencia. El software de PDVSA. Los ministerios. La Rampa 4 de Maiquetía. Lo escribe Diego Maldonado, un pseudónimo que busca proteger la identidad del autor. Pero el texto es mucho más que eso. “La invasión consentida” es la historia del monumental saqueo que hizo el régimen castrista de la enorme riqueza petrolera de Venezuela sin “disparar un tiro”. Así lo reseña un reportaje de Gloria M. Bastidas para La Gran Aldea.
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I
Pregunta estilo National Geographic: ¿Cuál es el animal más depredador que existe? Respuesta que salta de la zoología para aterrizar en la geopolítica: Cuba. Esta es la imagen que se me ocurre después de leer de un tirón el libro “La invasión consentida”, publicado por Penguin Random House Grupo Editorial y cuyo autor cubre su identidad bajo el pararrayos de un pseudónimo: Diego Maldonado. Son casi 400 páginas en las que se arma el rompecabezas de la progresiva toma de Venezuela por parte de los cubanos. Maldonado lo condensa con una expresión: De país rico a satélite de La Habana. ¿Cómo pudo ocurrir? El propósito de la investigación es descifrar el acertijo. Pero no con lugares comunes y frases panfletarias. Maldonado lo logra con una data sólida y con una prosa elegante. “La invasión consentida” se pasea por distintos detalles. Desde aquella entrevista que sostuviera Fidel Castro con Rómulo Betancourt en 1959, hasta la primera visita que hiciera Hugo Chávez a La Habana en 1994. Son dos encuentros que sellan un destino, como apunta el autor. En el de 1959, vemos a un Betancourt sagaz que no se deja encandilar por los fuegos artificiales de la revolución cubana y se niega a prestarle 300 millones de dólares a Castro y a venderle petróleo en cómodas cuotas. No quiere, pero tampoco puede. Maldonado subraya que el negocio de los hidrocarburos estaba en manos de las transnacionales. A Betancourt no le causó buena impresión el héroe de la Sierra Maestra. Un héroe sobreactuado que, cuando se bajó del avión en Maiquetía, cargaba el fusil al hombro. El típico rasgo de la personalidad de Castro: El golpe de escena. El cálculo propagandístico.
El encuentro de 1994 surte un efecto contrario. Marca el génesis de una relación patológica que convirtió a Venezuela en un protectorado de la isla caribeña. Y no fue que Castro hechizó a Chávez cuando se conocieron ese diciembre de 1994. Es que Chávez, con un ego colosal, directamente proporcional al de su anfitrión, ya estaba obnubilado por el modelo cubano desde antes. Cóncavo y convexo. Castro ostentaba los derechos de una patente que su pupilo anhelaba: La receta para coronar su proyecto político de dominación perpetua, cuya eficacia hoy está más clara que nunca. Ambos fallecieron y sus respectivos reinos lucen blindados. Y Chávez, que apenas dos años antes había encabezado una asonada militar y tenía madera de líder -el discurso que dio en la Universidad de La Habana en esa primera visita a la Isla no pasó por alto a los ojos del perspicaz Castro- podía llegar a convertirse en una jugosa chequera, como en efecto ocurrió.
Si se mira en perspectiva quedan claros los intentos que hizo Castro para ponerle las manos a los recursos de Venezuela. Vino en 1959. Betancourt lo vetó. Maldonado cuenta cómo este desaire despertó su cólera. El barbudo fue por la revancha. Le dio oxígeno a la guerrilla (el Partido Comunista de Venezuela había decidido lanzarse a la lucha armada en 1961) y fraguó dos expediciones armadas: La de Tucacas (1966), en la que participó Arnaldo Ochoa, el general que luego sería fusilado por su supuesta participación en el tráfico de drogas y quien -importantísimo dato que rescata Maldonado- permaneció un año de incógnito en Venezuela. Y la otra sería la invasión de Machurucuto (1967). Sobre esta última, Maldonado recoge el testimonio del ex guerrillero Héctor Pérez Marcano: “Fidel nos acompañó, se subió al barco y nos entregó a cada uno un Rolex”. Castro siempre pendiente de todos los detalles. Seduce con la retórica o con un souvenir.
Retomemos el hilo: Betancourt rompió relaciones con la isla en 1961. Un año más tarde, la Organización de los Estados Americanos (OEA) expulsó a Cuba de sus filas bajo el argumento de que el marxismo-leninismo hacía incompatible su presencia dentro del Sistema Interamericano. Castro no tenía mucho margen de maniobra para clavar sus dientes de tiburón blanco en las arcas petroleras. Es bajo el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (CAP) cuando ambos países reanudan relaciones (1974). Cuba, sin embargo, todavía recibía el subsidio de la URSS. El 98% del petróleo que importaba lo suministraba Moscú en generosas condiciones. Ya a finales de los ‘80, cuando toca el segundo período de CAP, el establishment soviético cruje por dentro. Por supuesto: El sabueso y bien informado Castro vino a la toma de posesión de Pérez en 1989. Pero, desde luego, ni Betancourt, su enemigo jurado, ni ningún otro presidente venezolano se dejó timar por el líder de la revolución cubana como sí se dejó Hugo Chávez. Y eso es precisamente lo que “La invasión consentida” demuestra.