Mientras la Amazonía cubre más de la mitad del territorio peruano y alberga cerca del 10% de la biodiversidad del planeta, estos mismos territorios están bajo ataque de la delincuencia organizada ambiental.
En pleno confinamiento por la pandemia del COVID19, Perú alcanzó niveles históricos de deforestación con un total de 203.272 hectáreas arrasadas, casi 40% más que en 2019, explica un reportaje del semanario peruano Caretas.
Hoy en día, Perú se ubica en el quinto lugar con la mayor tasa de deforestación del mundo y el tercero mayor en la Amazonía, detrás de Brasil y Bolivia. Es lo que cuenta el último informe “Raíces de los Delitos Ambientales en la Amazonía Peruana”, publicado por Insight Crime en alianza con el Instituto Igarapé.
Aunque no es nuevo en las Américas, el soborno de redes criminales crea incubadoras para economías criminales, al mismo tiempo que ha alimentado un entramado de redes de lavado de activos que se albergan fácilmente en paraísos fiscales a través de grandes fachadas de empresas.
En el Perú, como en otros países amazónicos, las estructuras criminales locales y transnacionales aprovechan los delitos ambientales como una oportunidad de generación de ingresos, con alto rédito y bajo riesgo. Así, los delitos ambientales complementan cada vez más las ganancias de otras economías criminales como el narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas, entre otras.
Como en Colombia o Brasil, la expansión irregular e ilegal de la ganadería y las actividades agrícolas –apoyadas en Perú por el tráfico de tierras– constituyen los principales motores de la deforestación. Aunque la Amazonía ha sido explotada por décadas, el gobierno de Alberto Fujimori abrió la puerta a la expansión irregular e ilegal de las actividades agrícolas.
“Fujimori creía que la Amazonía era un ‘terreno baldío’ que debía ponerse a producir”, dijo Magaly Ávila, directora del programa de gobernanza forestal para Proética, el capítulo peruano de Transparencia Internacional.
Las plantaciones de palma de aceite, por ejemplo, han crecido en cerca del 95% en los últimos diez años en Perú. Las comunidades indígenas no tienen títulos, lo que las hace presa fácil de funcionarios corruptos y de redes criminales. Son más de 24 millones de hectáreas de tierras indígenas peruanas que aún esperan reconocimiento formal.
Al mismo tiempo, las redes criminales se benefician de estos vacíos del Estado para organizar la ocupación irregular e ilegal de tierras amazónicas por parte de campesinos y comunidades con el objetivo de después venderlas, sobre todo a grandes grupos empresariales.
Los productos derivados de la minería ilegal, el tráfico de madera y el tráfico de vida silvestre de origen peruano han inundado los mercados nacionales e internacionales. Cerca del 80% de la madera que se exporta tiene origen ilegal y abastece mercados internacionales como Estados Unidos, México, República Dominicana y China. Las comercializadoras y exportadoras de madera utilizan las mismas estructuras y modalidades de la cadena de oro ilegal para dinamizar los flujos financieros ilícitos.
Ambas dependen de redes criminales corporativas y de mano de obra barata. De acuerdo a la Unidad de Inteligencia Financiera del Perú, en 2018, cerca del 65% de la madera extraída en Perú estaba vinculada a redes de lavado de activos. Lejos de ser la excepción, este ecosistema criminal amenaza cada vez más la vida de defensores ambientales en la Amazonía. Colombia, Brasil y Perú son los países amazónicos más violentos para quienes defienden la biodiversidad.
Así, el pasado 5 de junio, Dom Phillips, periodista británico, y Bruno Pereira, experto brasileño en temas indígenas, desaparecieron en una región notoriamente violenta de la Amazonía brasileña cerca de la frontera con Perú. Luego de varios días, la policía confirmó que fueron asesinados –posiblemente por orden de mercaderes de caza y pesca ilegal– mientras realizaban trabajo de campo. El momento de proteger la Amazonía en el Perú es ahora.